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Cuando Virginia pensaba en su enamorado, su corazón danzarín siempre se deleitaba por las canciones de amor más pegadizas. Quizás le
consolaba tener algo que le recordara con palabras qué era estar enamorada. Era
cómo evidenciar que era real lo que estaba sintiendo. Sin embargo, nadie estaba libre de pecado para lo que puediera venir.
Fer era su mejor
amigo, la persona con la que había crecido, con la que más se relacionaba, la
que la escuchaba y que solo por casualidad, resultaba que era su gran amor desde
que tenían quince años. Ahora, tenían veintiséis años y parecía todo más complicado. Era por ello, por lo que Virginia se debatía siempre entre ser
amigos o amarlo en secreto. Se decantó por lo segundo; pues estaba el
inconveniente de perder la relación tan bonita que habían forjado y que uno de
los dos, no sintiera nada. Y de eso, lo sabía muy bien; pues desde que tenía
uso de razón había visto a Fer, liarse con tantas chicas como bragas se había
cambiado en los años que se conocían. Pensó que se acabaría hartando de ser un
ligón que solo tenía relaciones esporádicas para que luego se lamentara a su amiga
lo mucho que le gustaría tener una relación de verdad. Ella pensó que todo
aquello cambiaría y se daría cuenta de lo mucho que la amaba.
Por otra parte, Fer hacia meses que se había enamorado de
verdad de una tal Sonia: ojos azules, cabello castaño, cuerpo de infarto, y con
una simpatía encomiable. Sin embargo, había algo en ella que no cuadraba. Fer
se quejaba que ella estaba muy ocupada, que no le hacía caso. Parecía que ella
estaba más preocupada por su trabajo que por él. Decidió que iba confesar su
amor a Sonia por que ya no aguantaba más. “Tiene que ser mía” decía con
desespero.
Aquella noche, tras la confesión de Fer, Virginia escuchó a
Alanis Morisette mientras las gotas caían estrepitosamente por la ventana
dejado un cielo húmedo en el cristal; igual que sus ojos. Su amiga Laura le había aconsejado muchas
veces que se declarara o que pasara de él. Pero nada de eso importaba ya. Fer,
pasaría a ser uno de esos amigos que ves los fines de semana, luego los días
festivos y poco a poco solo sería un recuerdo: Virginia se sumió en una triste
melancolía de la que no sabía cómo salir.
Habían pasado seis meses en los que ni Fer ni Laura habían
mantenido conversación. En realidad, no se habían visto ningún
día. No sabían nada el uno del otro y ella, por no molestarle, decidió no
enviarle ningún mensaje. Se miró al espejo y estaba desmejorada, tenía ojeras y
su aspecto era deplorable; así que, se acicaló y se pesó en la báscula. Había
ganado algunos kilos así que salió a caminar después de unas semanas frenéticas en las que por fin dieron para preocuparse de ella. Salió todos los días a caminar,
comió sano, y cuando el pensamiento le acusaba mucho, se comía una manzana y
salía a caminar hasta que su barriga le rugiera y estuviera agotada. Para
cuando llegaba a casa, estaba tan cansada que no pensaba en otra cosa que no
fuera dormir. Decidió, que debía encontrar un trabajo para no pasar las tardes
deambulando por las calles cómo zombi y después de tres meses agotadores de
entrevistas, ingresó en una empresa en la que tenía que archivar documentos de
lunes sábado. Pensó que el trabajo era de esclavos, pero
necesitaba ahorrar para el siguiente curso en la universidad y no había nada
mejor.
Después de pasar un mes en la empresa, comenzó a hacer
amistades en el trabajo. En concreto, con una chica de Murcia y un chico que era
Andaluz, Ella se llamaba Catalina y el se llamaba Ángel.
Una noche Catalina les propuso de ir a echar unas cervezas
después de la jornada y así lo hicieron. Estuvieron riendo y hablando, luego Ángel
tuvo que ausentarse y Catalina le dijo:
—A puesto a que no te has dado cuenta.
—¿De qué? - dudó Virginia
—Está loco por ti y tu ni siquiera te has
dado cuenta. Pero antes de que me digas nada. Estoy segura de que te gusta otra
persona. Lo noté en cuanto te vi que ibas a lo tuyo en el trabajo y elegías horas extras, más de lo normal. A puesto a que intentas olvidar algo … ¡O alguien! Mi niña, déjame que te diga
algo: Sea quien sea, no merece la pena sufrir por alguien que no se ha dado
cuenta de la buena persona y bella que eres.
—¿Perdona? Pero… ¿De quién estamos
hablando? Es que me he perdido — dijo echándose a reír
—Puede que no te hayas dado cuenta, pero Ángel, esta por ti y puede que tu por él pero aun no te has dado cuenta, noto cómo tu ánimo cambia cuando estás con él. Yo me lo llevaría a la cama pero no me van tan jovencitos, — rieron al unísono — Mi niña, déjate llevar. Ángel es un buen chico, — le guiña un ojo y cambió de tema— Mira a ese, ¡Qué culito que tiene! Seré mayor, pero una cosa tengo clara, que se arrepiente más uno de lo que no hace, que de lo que sí. ¡Ahí voy nena! — Le Vuelve a guiñar un ojo bebe un buen sorbo de la Estrella Dam hasta acabársela, coge la botella, se acerca a la barra, el hombre le dice algo al oído y en menos de quince minutos, para cuando volvió, tenía su número de teléfono apuntado en una servilleta. Le sacó la lengua y se recogen a las cuatro de la mañana entre risas y borrachera.
Al día siguiente, Virginia tenía una resaca descomunal. Por
suerte, ese día no trabajaba. Un mensaje de Ángel en el móvil parpadeaba en la pantalla. Quedaron para tomar algo y este le echó arrojo en un manojo de nervios y se declaró. Virginia, decidió ir
despacio hasta que, a base de tiempo, roce y muchas conversaciones, se enamoró hasta las trancas.
FIN.