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AHINCO Y MALA MEMORIA
Hacía poco que había llegado a España. Mis estudios me habían llevado a Zaragoza. Todavía no me había acostumbrado a comer la comida española, la leche o simplemente el pan, se me hacían revolver el estómago. Muchos pensaban que mi destino era comer pan con mantequilla o beber esa leche en polvo que nos daban en el campo de refugiados para readaptarnos a la comida y poco a poco, ir introduciendo varios alimentos, como la fruta o la carne. Lo cierto, es que me tiré varios años seguidos sin poder tolerar cualquier tipo de comida; y es que el cambio cultural, no solo es la lengua. Como africano, sabía muy bien que teníamos muchas similitudes culturales más si pensábamos que guinea fue habitada por españoles, el caso es que esto de los alimentos, por más que le hacía entender a Don Ricardo y su mujer, la familia que me acogió para cursar mis estudios, que no era que Delfina no cocinara bien, sino que nuestra gastronomía era diferente y estaba acostumbrado, al fufu, la yuca, o la salsa de cacahuete con pollo… no se lo podían creer. O al menos, les costaba, pero siempre me trataron con respeto; me instaban lo suficiente como para acabar mis estudios.
Por lo general, nunca pasaba demasiado tiempo en el hogar. Siempre andaba en la calle, buscándome la vida, a veces, me tiraba semanas haciendo pulseras o cocinando para un centro cultural, el único en aquella época; me echaba a la calle a venderlas para sacar un dinerillo extra. Tenía que hacer mi estancia lo suficientemente, fructífera y valiosa, además, que no quería ser una carga para Don Ricardo y Doña Delfina.
Si os preguntáis de donde sacaba el tiempo suficiente para echar mano a los libros y estudiar además de aprobar con nota, os contaré que el café y las noches, fueron mis aliadas. Eso, y dormir durante todo el día del sábado, para el domingo volver a la carga.
Con apenas un día de sueño, me levantaba siempre a las cinco de la mañana. Dedicaba unas cuantas horas a estudiar y al mismo tiempo, antes de entrar a la Universidad, reservaba mis artilugios en mi mochila y deambulaba por las zonas turísticas donde, ya me había creado una fama por mi alegría y por mi buen regateo. Siempre cobraba algo de más pero había semanas que se hacía cuesta arriba hasta que una noche de invierno frio, de esos que calan los huesos, un tal Felipe me dijo que tenía un puesto como camarero en su restaurante a las afueras de Zaragoza. Aquello me abrió las puertas del cielo y aunque no sabía como lo iba a combinar por unas horas en las que no tendría la libertad de volver cuando quisiera, lo vi muy claro, le dije que sí.
En el restaurante, al principio las miradas eran acusadoras. Un poco porque, sin saberlo, había entrado, como le dicen ahora, por enchufe; por otro lado, me costó mucho congeniar con la gente al cien por cien cuando, a mi joven edad, no entendía que el ser negro en una ciudad donde predominaba solo lo blanco, apenas habían africanos y por decirlo así, era raro ver a alguien negro o como decían ellos con cariño ‘de color’ claro, entonces no lo entendía. Pero a veces me quedaba sorprendido con algunas conversaciones.
—Pero tu no eres tan negro, ya sabes, eres más bien morenito.
—Yo soy negro, con todas sus letras, Fernando. —dije sin dudar ni un ápice
Desde entonces, en vez de Ricardo, pasé a llamarme negro. Y por las gentes que coincidíamos, ‘el negro de zaragoza’ por ser el único que lo habitaba. ¿Qué me molestaba? Sabía que mi tiempo en España no sería duradero así que creí conveniente no darle más importancia de la que se merecía. Pero ya se sabe, a veces llegan una de esas malas noticias, y te vuelve del revés. Mi padre había contraído taquicardia y mis hermanas hacían turnos para cuidarles. Eso el primer año, con la esperanza pendiendo de un hilo en saber que, en cualquier momento, podía irse al otro barrio y no saber nada de él ni de mi familia. Los años siguientes, coincidieron las fiestas navideñas con el funeral de mi padre. Abatido como estaba, Delfina hacia grandes banquetes año tras año. Yo lo agradecí porque ahora, Don Ricardo y Delfina eran como mis padres. Por eso, hacia grandes esfuerzos por comer y sonreír, pero mi rostro me delataba. No podía viajar a guinea porque, además, mi curso estaba por finalizar y debía acabar la carrera si quería que aquello valiera el esfuerzo que hizo mi familia para que viajara a España. Mis hermanas vendieron ropa y galletas durante dos tres años, mi madre dejo de comprar tela para ir a celebraciones de la comunidad y mis hermanos, trabajaban largas jornadas para sacar un sobresueldo y del dinero recaudado, se esperaba que yo fuera el primero labrarse un futuro mejor que el que les había tocado a mis padres. Con todos los contratiempos que supone que te vengan a pedir dinero militares de tu negocio, siendo una comunidad donde la desigualdad, siempre ha reinado y gobernado en favor de los ricos.
Cuando por fin finalicé mis estudios, yo había ahorrado lo suficiente como para comprar un piso y con el tiempo, traer a mis familiares a España. No quería ver como iban cayendo uno a uno, y yo no podía disfrutarles. Pero me llevó bastante porque, aunque habían pasado cinco años y comenzaba a haber más extranjeros, la gente era reacia a seleccionar a gente negra. Así que como pude me las apañé para trabajar en una fabrica de lunes a sábado y dejar aparcado mi titulo como docente. Trabajaba sin descanso acumulando sueño donde los haya. Eso no me impidió traer finalmente a mi madre y mis hermanos. Y con el tiempo, irremediablemente dar clases en un centro cultural y más adelante acabar dando clases en un instituto de Barcelona.
Puede que me haya saltado los meses en los que ni para comer teníamos porque solo contábamos con mi sueldo siendo cinco personas en cambio, mudarnos a Barcelona supuso un cambio meditado y que agradecí pese a que, el idioma me costó. Mi espíritu luchador, me llevo hacer encargos para los que nada recibía a cambio y muchas veces a cuentas que no valía la pena. Insistí y persistí, incluso con comentarios del tipo, ‘aquí no queremos negros’ el vandalismo grafitado en mi puerta no me inhibió seguí con mi cabeza alta incluso cuando en el autobús una señora me escupió o cuando al intentar ir reciclándome de conocimientos por estar actualizado, tenía que sentarme siempre en las aulas al final de la clase y todo eso, con nociones de catalán e interrumpiendo a cada rato al profesor para saber qué significaba cada palabra. Pues las clases todas se daban en catalán. Mi persistencia y resiliencia me llevó a conocer a mucha gente, incluso cuando quería rendirme. Pero lo cierto, es que no me gustaría que mis hijos, tuvieran que pasar las vergüenzas que yo pasé.